Ollantay Itzamná

Perú se acerca a la conmemoración de 204 años de su independencia, pero la atmósfera festiva se ve empañada por un repudio popular casi total hacia la presidenta Dina Boluarte. El país andino es escenario de una masiva movilización de sectores populares que, desde diversas regiones, confluyen en Lima para exigir la renuncia de la mandataria y la derogación de recientes leyes aprobadas por el Congreso. Estas normativas son percibidas como un grave atentado contra las comunidades campesinas e indígenas, y lo que es más grave, como una concesión de impunidad para los responsables de las masacres perpetradas por las fuerzas del orden.

El rechazo a Boluarte tiene raíces profundas y multifacéticas. Una de las causas más lacerantes es su insensibilidad ante el dolor de las víctimas de las últimas masacres. La indiferencia mostrada frente a la pérdida de vidas y el sufrimiento de las familias ha calado hondo en la conciencia colectiva, generando un sentimiento de indignación que no cesa. A esto se suma su tendencia constante a mentir a la población. La credibilidad de la presidenta ha quedado seriamente erosionada por un patrón recurrente de declaraciones que distan de la verdad, alimentando la desconfianza y el cinismo de los ciudadanos.

Otro factor que ha exacerbado el descontento es la excesiva preocupación de Boluarte por ajustar a los estándares de belleza física utilizando dinero público. En un país con tantas necesidades y urgencias sociales, la percepción de que la mandataria prioriza su imagen personal a costa de los recursos del Estado ha generado un profundo malestar y un cuestionamiento ético sobre sus prioridades.

Finalmente, su deslealtad con el expresidente Pedro Castillo, ahora considerado un preso político, ha sido un golpe devastador para muchos de sus antiguos simpatizantes y para quienes ven en la figura de Castillo una representación de las aspiraciones populares. La rapidez con la que Boluarte pasó de ser su vicepresidenta a asumir el cargo, y la dureza con la que ha respondido a las protestas, son interpretadas como una traición que agudiza el sentimiento de abandono y desilusión.

Dina Boluarte se erige, para muchos, como la materialización más burda de la sirvienta que aspira a ser aceptada por su amo en la casa patronal, castigando y haciendo sufrir a sus congéneres para lograrlo. Es una figura trágica que, al final, es y será rechazada por los suyos, mientras que en su momento, también será castigada por sus patrones. Así terminan, a menudo, las sirvientas políticas acriolladas, atrapadas en un purgatorio entre la lealtad que no tienen y el reconocimiento que nunca obtendrán.

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