
La relación entre nazismo y sionismo es un tema complejo y controvertido. Analizar sus orígenes, filosofías e impactos, centrándose en el genocidio como resultado, requiere un examen cuidadoso de cada ideología por separado para luego entender sus puntos de divergencia y convergencia.
El nazismo, ideología que dominó Alemania de 1933 a 1945, se fundamentó en una visión del mundo racista y ultranacionalista. Su origen se encuentra en el descontento tras la Primera Guerra Mundial y la crisis económica, que Hitler y el Partido Nazi canalizaron mediante la promoción de la superioridad de la «raza aria» y la culpabilización de otros grupos, principalmente los judíos. La filosofía nazi, expuesta en obras como Mein Kampf, postulaba una jerarquía racial en la que los arios estaban destinados a dominar y a purgar a la humanidad de elementos considerados «inferiores», lo que se manifestó en el concepto del Lebensraum (espacio vital) y la expansión territorial. El resultado fue la persecución sistemática y el exterminio de millones de personas en lo que se conoció como el Holocausto. El genocidio nazi fue un proyecto de deshumanización total, donde las víctimas no solo eran asesinadas, sino que se les negaba su humanidad, se les despojaba de sus bienes, sus identidades y sus vidas de la manera más brutal e industrializada posible.
El sionismo, por otro lado, surgió a finales del siglo XIX como un movimiento nacionalista judío en respuesta al antisemitismo creciente en Europa. Sus orígenes se remontan a la necesidad de autodeterminación y a la búsqueda de un hogar seguro para los judíos. La filosofía sionista, tal como la formuló Theodor Herzl en El Estado Judío, proponía la creación de un estado judío en la histórica tierra de Israel (Eretz Israel) como única solución al problema judío. Inicialmente, el sionismo se presentó como una respuesta de defensa ante la opresión, y muchos de sus primeros adherentes creían en la coexistencia pacífica. Sin embargo, a medida que el movimiento evolucionó y ganó fuerza, especialmente tras el Holocausto, que muchos sionistas vieron como la prueba definitiva de la necesidad de un Estado judío, la ideología se radicalizó en algunas de sus facciones. Para muchos críticos, el sionismo se ha convertido en una ideología de supremacía étnica que, a través de la colonización y la ocupación, ha llevado a la desposesión, el desplazamiento forzoso y la opresión del pueblo palestino. El resultado ha sido un proceso de deshumanización que, aunque no alcanza las dimensiones del Holocausto, sí ha generado lo que muchos académicos y activistas llaman un genocidio en cámara lenta, un proceso de limpieza étnica que busca borrar la identidad y la existencia de la población palestina.
Al comparar ambas ideologías, es crucial reconocer sus diferencias fundamentales. El nazismo fue una ideología de exterminio explícito de un grupo racial, mientras que el sionismo se originó como un movimiento de autodeterminación que, en su versión más radical, ha resultado en la opresión y la destrucción de otro pueblo para construir un Estado exclusivamente judío. Sin embargo, en el punto final de sus trayectorias, ambas ideologías convergen en un resultado devastador: la deshumanización del «otro» que lleva, o ha llevado, a actos genocidas.
Ambos movimientos se basaron en la idea de un «destino manifiesto» o una misión histórica de su pueblo que justificaba la violencia y la opresión. El nazismo soñó con un mundo dominado por la «raza aria», y el sionismo, en sus expresiones más extremas, ha soñado con un Rstado puramente judío, libre de la presencia palestina. En ambos casos, la humanidad de los «otros» se convierte en un obstáculo a ser eliminado.
No podemos ni debemos permanecer indiferentes ante el genocidio, venga de donde venga.
Desde nuestros territorios de Abya Yala, donde nuestros pueblos han subsistido a pesar de los genocidios impunes y la opresión histórica, tenemos una responsabilidad especial. La memoria de nuestra propia resistencia nos obliga a levantar la voz contra la deshumanización en todas sus formas. La impunidad de los crímenes pasados no debe ser un pretexto para ignorar los crímenes presentes. Que la conciencia humana no se quede indiferente. Que el grito de «nunca más» no se limite a una sola tragedia, sino que resuene con fuerza ante cada acto de genocidio, cada deshumanización, cada opresión, en cualquier parte del mundo.