
A los pies del pico Bonito, donde el río Mezapa se abraza con el río Paujiles, late el corazón de una resistencia que se alza como un canto ancestral contra la codicia. En la aldea de Paujiles, en las entrañas del frondoso Caribe hondureño, se escribe una historia que no se cuenta en libros de historia, sino en la memoria del agua y la tierra.
En 2016, cuando la empresa hidroeléctrica Hidrocep intentó cercar la vida en sus represas, el pueblo se levantó. No eran guerreros con fusiles, sino guardianes con la voz de la verdad y el clamor de la tierra. Se unieron las comunidades de las cuencas de Mezapa y Paujiles, y juntos, levantaron un Campamento de la Dignidad.
Este campamento, más que un refugio, se convirtió en un altar donde se ofrendó la vida por el río. Dieciocho defensores fueron criminalizados, sus nombres arrastrados por el fango de la justicia neoliberal, pero sus espíritus se hicieron más fuertes que las amenazas. Sus rostros, forjados por el sol y la lluvia, se convirtieron en el estandarte de la resistencia.
Paujiles es más que una aldea, es un faro de luz en medio de la oscuridad. Su lucha no es solo contra una empresa; es contra un sistema que busca convertir el agua en mercancía, la tierra en botín y la vida en un número en una hoja de balance. Es una lucha por la Madre Agua, por la vida misma.
Aunque el contrato de concesión aún acecha como un fantasma, el espíritu de Paujiles no se doblega. La victoria de haber frenado a la empresa es un eco que resuena por toda Honduras y por el Abya Yala, recordándonos que la verdadera riqueza no está en las represas, sino en el flujo libre de los ríos, en el verdor de los bosques y en la dignidad de los pueblos. Paujiles, con su resistencia poética, nos enseña que la lucha por la vida es la más noble de todas.