Ollantay Itzamná

En este contexto, el desafío no es solo político o económico, sino existencial: se trata de recuperar la esperanza y la capacidad de imaginar un futuro diferente, basado en la solidaridad y la vida digna, más allá del miedo y la fragmentación que el sistema busca imponer.

Ecuador enfrenta una coyuntura crítica marcada por una profunda crisis de seguridad y una notable fragmentación social. En este escenario, los movimientos indígenas y los movimientos sociales, históricamente pilares de la resistencia y el cambio, se enfrentan a desafíos complejos que van más allá de la política partidista tradicional.

El laberinto político y la crisis de la protesta social

La polarización entre el «correísmo» y el «anti-correísmo» ha creado una dinámica emocional y binaria que debilita la capacidad de los movimientos sociales para construir alianzas amplias y estratégicas. Mientras que el gobierno de Rafael Correa se distinguió por avances significativos en indicadores socioeconómicos, como la reducción de la pobreza y la inversión en infraestructura, sus críticos señalan un debilitamiento de las organizaciones sociales, acusaciones de corrupción y un estilo de gobierno autoritario. Esta dualidad dificulta que los movimientos unifiquen un discurso que reconozca los logros del pasado sin ignorar las falencias, y que al mismo tiempo, plantee una oposición efectiva a las políticas neoliberales actuales.

En los gobiernos neoliberales que siguieron, y especialmente bajo la actual administración, se ha intensificado una agenda que, a menudo, se alinea con la geopolítica de Estados Unidos. Esta política se enfoca en la apertura de mercados, la transferencia de bienes comunes y, de manera notable, la militarización del Estado bajo la excusa de la seguridad. Esta militarización, que en la práctica ha resultado en la criminalización de la protesta social, ha golpeado duramente a los movimientos que buscan defender sus territorios y derechos.

La industria de la violencia y sus consecuencias sociales

La escalada de la violencia en el país no es un fenómeno aislado, sino una herramienta que ha permitido al poder político y económico avanzar en su agenda sin una resistencia social significativa. La violencia, al infundir un profundo miedo y psicosis colectiva, disgrega el tejido social y paraliza la capacidad de la gente para organizarse. Este miedo no solo limita la participación en protestas o manifestaciones, sino que también fractura la solidaridad comunitaria, haciendo que las personas se replieguen en lo individual.

Esta situación de violencia sistémica ha sido particularmente utilizada para justificar medidas de excepción y estados de militarización, lo que convenientemente reduce los derechos de reunión y asociación. Esto crea un círculo vicioso donde la inacción y el miedo de la población son usados como justificación para imponer políticas que precisamente profundizan la desigualdad y el empobrecimiento, las raíces de la crisis.

La rearticulación desde las comunidades. Es la ruta

Ante este panorama, la tarea más urgente para los movimientos indígenas y sociales es la rearticulación y el fortalecimiento de los núcleos comunitarios, tanto en el ámbito urbano como en el rural. Estos espacios, basados en la solidaridad y la confianza mutua, son los únicos capaces de superar la parálisis emocional y política impuesta.
Para lograrlo, es fundamental:

Superar el binarismo emocional. Dejar de lado el debate estéril entre «correístas» y «anti-correístas» para concentrarse en los problemas estructurales que afectan a la mayoría de la población: la desigualdad económica, la falta de acceso a servicios básicos, la violencia, la precarización laboral y la destrucción ambiental.

Construir una agenda de cambio profundo. Los movimientos deben plantear alternativas que trasciendan la ilusión del desarrollismo y la modernidad culturalista. Esto implica proponer modelos de sociedad basados en la economía solidaria, la soberanía alimentaria, la protección de la naturaleza y una verdadera democracia participativa. Las soluciones deben ser endógenas, construidas desde el conocimiento ancestral y las prácticas comunitarias.

Abordar el miedo de manera colectiva. La lucha contra el miedo infundido requiere de la creación de espacios seguros de encuentro y diálogo. La resistencia en este contexto es un acto de valentía colectiva que solo puede florecer si las comunidades se sienten seguras y apoyadas unas a otras.

En este contexto, el desafío no es solo político o económico, sino existencial: se trata de recuperar la esperanza y la capacidad de imaginar un futuro diferente, basado en la solidaridad y la vida digna, más allá del miedo y la fragmentación que el sistema busca imponer.

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